EL ENCUENTRO DE BARILOCHE

Como era de esperarse, este encuentro de Presidentes de la Unión de naciones suramericanas UNASUR, sirvió para evidenciar las diferencias que animan la vida política de sus países y la palpable marginalidad de la OEA, como escenario natural para dirimir los problemas de América. UNASUR se inscribe como una alternativa apenas incipiente en el propósito de la conformación de un deseable bloque regional, capaz de competir en este mundo globalizado.

La transmisión en directo del evento distrajo la atención de los oradores, quienes hablaban para sus públicos y no con el objetivo cierto de enfrentar los problemas en su verdadera dimensión. La reunión dejó escapar una oportunidad para plantear soluciones alternativas, unificar criterios y liderar una salida proactiva frente al problema del narcotráfico, y sobre el cual han fracasado una y otra vez los convencionales métodos de control represivo, tanto en el campo de la producción como en el comercio y consumo, con registros cada vez más crecientes. Ojalá el anunciado Consejo Suramericano de Lucha contra el narcotráfico, trabaje en esa dirección para presentar una sólida posición de Suramérica frente a los mayores países consumidores.

Tal vez por la carencia de instrumentos efectivos para actuar en UNASUR, las cosas no pasaron más allá de una declaración de buena voluntad, y de la retórica de trabajar en escenarios complementarios como la reunión de Cancilleres y Ministros de Defensa, pero nada indica que este grupo esté en condiciones para asumir con propiedad un liderazgo efectivo en torno al delicado tema de la seguridad regional que ahora se inquieta con la mayor presencia en Colombia de la primera potencia militar, sustentada en su evolucionada tecnología y cuyos intereses geopolíticos no se van a detener en la pequeña tarea de mirar hacia la solución de unos conflictos internos, y con las escaramuzas armamentistas de algunos vecinos.

Por lo menos esta cumbre sirvió para que los países de UNASUR se miren hacia adentro, hacia la precariedad de los mecanismos de la unión con que sueñan desde los discursos mismos de sus fundadores, pero donde sigue primando el espíritu de las disensiones y la incapacidad para vislumbrar, más allá de intereses particularistas, la importancia de la unidad de América.

EL SIGLO DE LA DESRURALIZACIÓN

Así califica el científico polaco Ignacy Sachs, de la Escuela de Estudios Sociales de París, al siglo XX, por haberse sucedido en ese periodo intensos procesos migratorios de la humanidad, y registrar a su terminación la presencia de casi un 80% de la población mundial en conglomerados citadinos, aunque, como bien lo anota, no es dable aceptar por esa sola condición que dichas personas se hayan convertido en ciudadanos urbanos.

El concepto de urbanización ha de redefinirse, pues debe significar ofrecer a los que ocupan el espacio urbano no sólo condiciones de vivienda decente, empleo e igualdad de oportunidades para sus hijos, sino, sobre todo, el ejercicio pleno de su ciudadanía.

Este fenómeno adquiere especial penalidad en nuestro país, donde, además de ser fiel reflejo de este comportamiento migratorio, se encuentra potenciado por las especiales características de marginalidad que presentan los nuevos habitantes de las ciudades, dentro de los cuales se contabilizan 4 millones de desplazados por la violencia que hoy se debaten en la miseria absoluta, y cuya condición mereció recientemente especial registro informativo con motivo del desalojo del parque Tercer Milenio en Bogotá.

El más importante problema que caracteriza la crisis urbana actual, es el desempleo. Según la Organización Internacional del Trabajo, hay 700 millones de subempleados y 120 millones de desempleados a nivel mundial. En términos generales, un 30% de la fuerza de trabajo del mundo sufre esta crisis y para superarla se deberían generar 1000 millones de nuevos puestos de trabajo en los próximos 10 años, de acuerdo con estimativos de la ONU.

Estremecedores datos que llevan a Sachs a advertir que el desempleo no se solucionará expandiendo la economía informal; esa actividad no resuelve un problema de esa magnitud, y es más bien una perversa y cómoda abstracción. En los países en vías de desarrollo, el sector informal funciona como un biombo para ocultar lo que en otras latitudes sería un desempleo masivo.

La creciente marginalidad de la pobreza reta al mundo a actuar con prontitud en la imaginación, diseño y constitución de una nueva actitud frente a problemas que de no enfrentarlos con decisiones de profundo calado, no habrá espacio para la esperanza de esta sociedad.

EL PREMIO A UNA VOCACIÓN

En el acto de recepción del premio Rómulo Gallegos de Literatura, por su novela El país de la canela, el escritor William Ospina pronunció su discurso titulado El elogio de las causas, en el que da cuenta de su ya largo trabajo de indagación sobre la condición de América y su proyección continental.

Muchos años de estudios anteceden este reconocimiento, desde cuando se formuló la pregunta “quién soy como colombiano” en su primer libro de poemas El país del Viento, escrito con el propósito de despertar conciencia de un pasado más hondo y complejo; inquietud que enriqueció con la lectura de las “Elegías de varones ilustres de Indias” de Don Juan de Castellanos, referencia capital para su trabajo ensayístico Auroras de Sangre y de la trilogía de novelas Ursúa, El país de la canela y La serpiente sin ojos, de próxima aparición.

Los hechos de la conquista española han sido su soporte para descifrar lo que significó la intromisión de la cultura europea en el nuevo mundo, a partir del idioma que en su desarrollo se transformó en el Español de América; lengua mestiza como sus habitantes, de cuya condición se precia al decir “basta visitar una comunidad nativa para entender que no soy indígena pero me basta visitar a Europa para saber que no soy europeo”.

Vienen bien sus juiciosas reflexiones, a propósito de la celebración del Bicentenario, cuando anota que sería triste que a estas alturas le siguiéramos pasando cuentas de cobro a España y a Europa por los hechos de la Conquista, pues supondría un desconocimiento imperdonable de la grandeza y las hazañas de los constructores de nuestras patrias. “Lo que ahora tenemos que responder es qué hemos hecho y qué hemos dejado de hacer con nuestra América, en estos dos siglos de vida independiente. Ya podemos mirar la historia universal y la historia de España, y la historia de América y decirnos, con amor, como el poeta: Se precisaron todas esas cosas para que nuestras manos se encontraran”.

Gran anhelo éste de unidad continental, que le propone Ospina a América, y que se ha dilapidado tantas veces por ambiciones e intransigencias políticas que no lo han dejado prosperar.

EL BICENTENARIO

Se ha iniciado la conmemoración de los doscientos años de la independencia de la Nación, por lo menos en lo que se refiere al simbólico acto ocurrido el 20 de julio de 1810, aunque algunos preferirían que esta celebración se diera tomando como referencia el año 1819, cuando militarmente se puso fin a la presencia colonizadora española.

Al cabo de estos 200 años de historia, las naciones bolivarianas hemos sido sorprendidas atravesando procesos de desmembramientos, dispersión, egoísmos y enfrentamientos, los mismos por los cuales no fue posible la consolidación de una gran nación, como lo soñara El Libertador. No se ha podido encausar la democracia por las vías incluyentes y de equidad, ni resolver los problemas de una sociedad, siempre al borde de los umbrales de la pobreza, trasluciendo condiciones de inestabilidad, violencia y obstáculos para el desarrollo.

A un año de este acontecimiento, se ha dado como adelanto la rememoración de la Ruta Libertadora que puso en evidencia el aislamiento de esta región, cuyos habitantes, al parecer, aún transitan por las mismas trochas de entonces. Este festejo representa una posibilidad para que la Nación se mire en perspectiva, sin la conservadora tendencia de volver la mirada hacia el pasado para alimentar grandezas frustradas o sentimientos de nostalgias y lamentos sobre lo que pudo ser y no fue. Los registros de la historia son para que el presente social los revalide y se los apropie para construir su futuro.

Debemos aprovechar esta oportunidad para tomar mejor conciencia de nuestros destinos; para retornar a lo básico, a plantear una acción que nos sitúe en la ruta de una sociedad dispuesta a entender la importancia de la convivencia pacífica, capaz de superar las mezquindades que dividen, que atrofian las instituciones, y obstaculizan la realización de las ideas que animaron la fundación de nuestra nación. Sin olvidar que una de las más promisorias de entonces, fue la de soñar con una expresión continental de unidad para estos países, hoy distorsionada por retóricas populistas, salpicadas por intervenciones indebidas, oscuras relaciones, y quebrantada por ambiciones personalistas que enturbian el mapa de su integración, mientras otras regiones avanzan claramente en la consolidación de su intercambio comercial y el debido respeto político.