VIVIR PARA CONTARLO

Los graves desencuentros que han perturbado a la sociedad colombiana, provocados –entre otros factores- por la inequidad de una democracia que ha sido incapaz de afrontarlos con profundidad, han marcado nuestra historia con la impronta de la belicosidad. Desde las guerras civiles en el siglo XIX, pasando por la llamada época de la Violencia del siglo XX, que luego se trasmutó en el conflicto guerrillero, el accionar paramilitar y la influencia del narcotráfico, han constituido caldo de cultivo de una prolongada situación de hostilidades en el país.

Hace 5 décadas se abrió camino la despiadada estrategia del secuestro como una de las expresiones más delirantes del conflicto armado que, según estadísticas, podría dar un acumulado de 35.000 plagios durante este lapso. Forma de lucha escabrosa de cuya infamia se han ocupado sus víctimas, dejando el crudo testimonio del que ya hay un significativo número de publicaciones, las cuales, al decir del escritor Héctor Abad Faciolince, constituyen una especie de subgénero literario, como si se tratara de otro aporte singular de Colombia a la cultura.

Es en esta insólita tradición en la cual se inscribe el reciente libro de Ingrid Betancourt, No hay silencio que no termine. En sus páginas da cuenta de esta pesadilla del secuestro con un talento narrativo que expresa con fluidez, bajo una perspectiva que permite trascender lo anecdótico hacia la consideración más profunda de la situación de vejación a la que se ve abocada la condición humana. Se evidencia allí cómo la precariedad de las realidades de vida, la opresión, la carencia de recursos elementales, la humillación, el hacinamiento, el tedio y la promiscuidad, van abriendo el camino a un verdadero infierno por el que tienen que atravesar las víctimas.

Testimonio elaborado con juicio y capacidad de discernimiento, en el que se desvela la indudable flaqueza de nuestra civilización cuando se llega a estas situaciones de extrema crueldad. Lectura para acercarnos a la sinrazón de esas brutales violencias que sólo han conducido a trazar la triste huella de una cruda barbarie a la que estos grupos insensatos han sido capaces de retroceder, paradójicamente, en nombre de reivindicaciones sociales y, sobretodo, para apartarnos de la dura afirmación de Ingrid, según la cual “hay que envejecer para apreciar la paz”.

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